30 enero 2009

Sangre en el piso







Decidió internarse por la calle más poblada, caminó con paso firme y decido, pecho afuera y la frente en alto, respirando fuerte, escrutando con mirada feroz a cuanto rostro se le cruzaba. Una extraña sensación proveniente de la boca del estomago poco a poco fue creciendo hasta transformarse en odio, tal vez el sentimiento mas puro del que tuviese memoria.

Algo mas que solo furor, rencor, u odio, simplemente había algo más, algo extraño en su ser que anhelaba librarse de invisibles ataduras permaneciendo latente por años hasta ahora.

Caminó algunas cuadras en línea recta sin detenerse un solo momento, sus ojos buscaban incesantemente cualquier atisbo de reproche, cualquier pequeña insinuación de molestia, ciertamente deseaba encontrarse cara a cara con un rostro desafiante, y ahí sin mas descargar todo su odio, demolerse los nudillos sobre el prójimo, no importa quien, ¡pero nada!,… ningún alma dispuesta, nadie que acepte el mudo desafío, tal vez solo sea cuestión de tiempo, mas temprano que tarde alguien cogerá el guante.

La tensión es cada vez mas fuerte, la respiración se agita y casi puede sentir como la sangre fluye por sus venas, el corazón a mil por hora y los puños cerrados, es cuestión de tiempo – se dice en voz baja – sin dejar es escrutar las ajenas miradas. El transito estridente no hace mas que acrecentar lo que le quema por dentro, el aire enrarecido, las bocinas incesantes, el sudoroso tumulto embrutecido en el bus de cada tarde, la premura de marchar a todas partes sin un propósito definido, sin embargo continua con su andar fanfarrón e insolente, exquisitamente violento, esperando.

A media cuadra el letrero encendido de un bar augura vendaval, con sendo puntapié la puerta gime dando paso a su figura, la penumbra le abraza mientras la música estalla en sus oídos con pesados riff de guitarras aceradas. Una chica de cabello rojo le observa desde el fondo, la acompañan tres tipos que mueven sus cabezas al frenético ritmo de la música. Se dirige a ella y sin vacilar la coge por el pelo desde la nuca arrancándole un beso con violencia. El sordo sonido de las sillas al golpear contra el piso, y el diáfano coro de rotas botellas que se aprestan en las manos, llena sus oídos en extasiante sinfonía.

Sonríe ufano mientras observa con absoluta complacencia, como aquellos ojos que le enfrentan en la penumbra parecen encenderse como brazas en la hoguera.

09 enero 2009

Hogar dulce hogar


Lo siento don… Henry. Lo siento, pero la vacante ya esta ocupada, mire si surge algo nuevamente lo llamaremos, tenga usted buen día.

Henry tomó su papel de antecedentes y lo dobló cuidadosamente siguiendo las perfectas líneas de los dobleces anteriores, a esta altura verdaderos surcos sobre el grueso papel verde. “Lo llamaremos”… si, ¡como no! -se dijo - mientras terminaba de la duodécima entrevista de la semana, la sexta del día, otro día, otro maldito día. Pero al menos esta vez el tipo había prolongado la entrevista durante varios minutos, no le habían hecho casi ninguna pregunta y las que le hicieron, no sirvieron sino para hacerle sentir como una cucaracha debajo de una lupa. Para que se molestaba con interrogarle inútilmente si la respuesta estaba ya determinada ante la primera ojeada sobre su papel de antecedentes. “Lo llamaremos”, si, seguro lo harían. Si al menos el imbécil hubiera puesto atención a sus datos y no solo hubiera simulado que le prestaba algún interés al pobre currículo, se habría dado cuenta de inmediato que no había ningún teléfono al que llamar. “Le llamaremos”… volvía a sonar en su cabeza mientras abandonaba la oficina.

Ya en la calle, Henry meneó la cabeza y sonrío malamente. El sol brillaba débilmente sobre la estrepitosa multitud de rostros fríos. Se mezcló con ellos y se dejó arrastrar con la corriente de cuerpos, caminando sin más destino que la próxima esquina, ¿A dónde ir? después de tantos años, ¿importaba a donde ir?, ¿habría algún lugar donde importara quien era ahora y no quien fue?, tal vez no. La sangre ardiéndole en el rostro y los puños apretados se encargaban de recordarle en definitiva que algunos cambios son profundos, detrás del ceño duro y surcado por las tempranas arrugas a fin de cuentas seguía siendo el mismo animal.

Mientras el jefe de personal de aquel supermercado se encargaba de despacharlo con ridículas excusas, Henry no dejaba de mirar el brillante abrecartas sobre lustroso escritorio. Sintió la necesidad de tomarlo y abrirle el cuello al imbécil engominado que tenía enfrente. Aquella sensación era semejante a una comezón en la palma de las manos, como si cientos de hormigas le piquetearan cruelmente la piel. Los oídos le zumbaban y en su cabeza una sola idea se hacía presente, en verdad deseaba ver como el blanco cuello de la camisa muy bien planchada se iba tiñendo de un rojo espeso. Como aquella noche en que le cercenó el cuello al negro Pablo, bueno... pero ese hijo de puta se lo merecía, sin embargo con este pobre infeliz lo hubiera hecho solo por placer. Le sorprendió descubrirse sonriendo mientras imaginaba la escena, en verdad algunos cambios son profundos –pensó.

Hace ya tantos años de aquella noche en la galería seis, casi veinte años, y el recuerdo aún estaba fresco como si todo hubiese ocurrido ayer. Sintió los mismos deseos de matar, claro que el jefe de personal del supermercado no tenía ni la más remota intención de violarlo como lo había hecho el negro Pablo, “tranquilo huachito que te va a gustar” -pareció escuchar otra vez la voz de negro Pablo mientras se bajaba los pantalones en el baño de la prisión-. Henry se revolvía y gritaba en vano, nadie lo iba a ayudar, -“aquí la huea es así mijita”–, decía otro interno que le apretaba el cuello con el filo de un cuchillo. Al final por suerte fue solo el negro Pablo el que lo violo, mientras los otros tres hijos de puta que le sujetaban fuertemente se mataban de la risa, “esta perra es mía hueones, ¡entendieron!” –dijo terminantemente el negro Pablo al resto de sus cómplices. ¿Le gustó la bienvenida mijita?, le gritaban mientras lo pateaban y lo meaban dejándolo tirado sobre el piso con el culo roto. Tenía apenas veinte años, ¡veinte malditos años!. Fue solo cuestión de tiempo. Aguantó como pudo un par de semanas esa rutina. Hasta que el negro Pablo recibiera otro primerizo que le gustara mas, “otra perrita” como le gustaba llamar a los nuevos.

Lo bueno del taller de marroquinería era que se podía estar la mayor parte del día con reos de menor peligrosidad. Crímenes simples, casi siempre ladrones, estafadores, uno que otro micro traficante, y tres o cuatro de los internos más viejos del penal. Los más viejos oficiaban de maestros en el arte de trabajar el cuero. Henry era por ese entonces un joven despierto. Su carácter apacible le había servido para que lo destinaran sin mayor problema al taller. Aquellos cinco años por asalto a la farmacia pasarían mejor si se ocupaba en algo constructivo. Era realmente bueno estar en el taller, de verdad muy conveniente, pues podía manejar herramientas y “fabricar” otras cuando nadie lo observaba, luego comprendió que desde ese taller se surtían al resto de los reos de filosos navajones, los denominados “relojitos”, que no eran otra cosa que trozos de los rollos metálicos que se hallaban en el interior de los relojes, comúnmente lo que todos llamaban la “cuerda del reloj”. La flexibilidad de aquellas hojas metálicas era perfecta para trabajar los ribetes curvos de las piezas de cuero. Una vez afiladas se cubría un extremo con cualquier material duro, madera o caucho, cualquier cosa que sirviera de mango, quedaban tan afilados que su corte sobre la piel era tan limpio como el de un bisturí. Por eso y por su tamaño fácilmente disimulable entre las ropas, lo convertían en un articulo muy apetecido entre la población penal como elemento de defensa y por que no también…de ataque.

El negro Pablo solo atinó a cubrirse la garganta con ambas manos, mientras intentaba pedir ayuda inútilmente. Ninguna palabra salió de su boca, o tal vez si, el caso es que nadie lo habría ayudado. En el silencio de la galería seis ronda la muerte decían los mas viejos. Esa noche aquel lugar siempre estridente de pronto se abatió en un gélido mutismo, como las sombra que envuelven el frío desierto. En el silencio duro de aquella noche un solo sonido lleno los espacios, el carraspear de una garganta abierta, la silbatina de la vida que se escurría a borbotones entre las manos, la sangre que terminó por ahogar al maldito negro Pablo sobre su camastro. Luego el silencio otra vez.

A la mañana siguiente los gendarmes corrían dando gritos de alerta, obligando a todos a salir al patio central, una callejuela mal oliente, llena de basura y mierda. Al rato un gendarme novato salía vomitando de la celda del negro Pablo. Lo que más le conmovió según sus mismas palabras era haber encontrado el pene del negro Pablo cercenado y dentro de su propia boca. Igual suerte corrió el compañero de celda, otro de los amiguitos que participaron de aquella recepción en el baño.

Los gendarmes encontraron a Henry aun sosteniendo el “relojito” en su mano, mientras repetía agazapado en una esquina de la celda una y otra vez “¿le gustó la bienvenida mijita?”, “¿le gustó?”. Al final cinco años se convertirían en veinte en una sola noche. Tal vez se salvó de la cadena perpetua por que en el fondo el juez se dio cuenta de que al negro Pablo nadie lo echaría de menos en el planeta, o tal vez solo tuvo suerte, ¿quien sabe? Así Henry se convirtió en el celebre “loco Henry”. Tipo temido y respetado por todos en la prisión, nunca mas nadie lo molestaría y con el tiempo se convirtió en el líder natural de la galería seis.

Se sacudió los malos recuerdos y echo a andar. Aquel tímido sol de aquel casi mediodía no menguaba el frío en sus manos. Encendió un cigarrillo y se metió al primer café que encontró, ubicó la mesa de la esquina y se dejó caer pesadamente sobre una silla que aparentaba no poder sostenerle. Le gusta sentarse en las esquinas, jamás se sentaría en otro lugar que no fuera una esquina, no después de hacerlo así por veinte años. Una costumbre de canero viejo. Las esquinas te proveen de un amplio ángulo de visión del entorno y además protegen tu espalda, así cada movimiento por sutil que parezca esta perfectamente dominado por el observador.- reflexionó casi disculpándose así mismo-

“Señor, aquí no se puede fumar, este café es solo para no fumadores” - el joven camarero dispuso un cenicero frente a Henry y esperó esbozando la ensayada sonrisa que pretende propina.

¿¡Entonces por que mierda tienen ceniceros!?, -contestó Henry enérgicamente en tanto clavaba sus ojos en los del camarero. La intensidad de la mirada obligó al camarero a bajar la suya. En la galería seis aquella mirada feroz significaba que alguien saldría herido. Después de un tiempo encerrado era sencillo determinar a simple vista quienes eran los servidos y quienes los servidores, los primeros se atrevían mirar de frente y jamás apartar la vista, los otros, los débiles, en contadas ocasiones alzaban los ojos del piso. El loco Henry miraba de frente, siempre de frente.
Señor, es que…

¡Ya esta!, tráeme un café sin azúcar y en lo posible caliente -dijo Henry dando una larga pitada a su cigarrillo consumiéndolo casi hasta la mitad.

¡Prohibido fumar!, ¡Prohibido virar!, ¡Prohibido entrar!, ¡Prohibido pegar carteles!, ¡Prohibido prohibir!,… ¡mierda!, a fin de cuentas aquí afuera es lo mismo que la prisión, solo que mas grande y sin barrotes, aunque los barrotes no siempre se vean -pensó Henry-

Desplegó otra vez su papel de antecedentes y lo dejó sobre la mesa “asalto a mano armada”, claro que no había ningún entre paréntesis que dijera (que él solo fue el cómplice, y que el arma jamás se despegó de la mano de su amigo, incluso cuando fue cagado a balazos en la farmacia, ni que los empleados de la misma habían declarado lo que habían querido, ni que su condición de adicto le jugaba en contra, … y el homicidio, que homicidio… ¡mas bien un favor a la humanidad!, por que no es homicidio matar a un perro de mierda como el negro Pablo,…según él, claro).

“Lo llamaremos”… recordó otra vez aquellas malditas palabras, llevaba tres semanas fuera de la galería seis y no podía conseguir trabajo ni limpiando baños. Había soñado tantas veces con el mundo, con verse libre por las calles de su ciudad. Pero ciertamente su ciudad no era esta ciudad, veinte años es mucho tiempo. Los que dicen que el viaje en el tiempo es una utopía se equivocan, basta que los encierren en la galería seis por veinte años y ya esta, satisfacción garantizada, no reconocerán su mundo, no encontraran su casa ni su calle, ni sus amigos, ni su familia, ni siquiera sabrán como llegar allí, se pasaran horas sentados en las paradas esperando un destartalado autobús azul del ya inexistente recorrido numero nueve. Se sentirán vacíos y diminutos frente a un tipo engominado quince años menor, que te dice “Lo llamaremos”…con un tono entre el miedo y el asco, como si intentara sacudirse un insecto peligroso o un trozo de mierda de la chaqueta, cuando menos el “Lo llamaremos” era mejor que el simple “no, no, no esto no es para usted”, “lo siento no cumple con el perfil”.

Henry enciende otro cigarrillo mientras se quita la chaqueta y se tira sobre el camastro de la pensión. Su cuarto es apenas mas grande que la celda de tres por tres que compartía con los otros cinco internos, claro que a él siempre le tocaba el mejor lugar, el trozo mas grueso del colchón. A la hora de la comida siempre su plato era el más abundante, y por las tardes era él siempre el primero en probar el mate. En la galería seis él era el loco Henry, el tipo duro, el bravo, respetado y temido por los demás. Sus consejos eran escuchados y los que no entendían por las buenas siempre terminaban entendiendo por las malas. Allí él sabía perfectamente quien era, pertenecía a algo, sabía lo que podía esperar de los demás y de si mismo. En este lugar en cambio, en este afuera que tanto anhelaba se había convertido en un ser anónimo apenas cruzó las puertas de la prisión, en un par de segundos ya no era nadie, solo la borroneada silueta de lo que pudo ser veinte años atrás, apenas un rostro ajeno entre los cientos de rostros que a diario se ha cruzado en la calle las últimas tres semanas. Así sin nada entre las manos camina desafiando los cientos de ojos que no le ven. Asaltante y homicida, su nombre y apellido aquí en el afuera.

Henry miró por la ventana y sonrió al ver como el sol de la tarde hacia fulgurar los barrotes de la ventana, se sintió pleno como si recordara una buena niñez. Sobre la puerta de su cuarto un pequeño cuadro de letras colorinches que recitaba “Hogar dulce hogar”, se levantó de la cama y se puso otra vez la chaqueta, cerró la puerta del cuarto y antes de salir de la pensión pasó brevemente por la cocina, tal vez un último café –se dijo-

Aquel viernes el centro comercial estaba repleto a eso de las seis de la tarde. Las mesas de los locales de comida rápida estaban atestadas de gente, tipos bebiendo cerveza, familias enteras riendo y masticando porquerías. Los ojos de todos parecían brillar con las vitrinas, menos los de Henry. Caminó un rato por el centro comercial, lentamente, fingiendo un aire distraído, revisando vitrinas, observando el reflejo de su figura sobre los cristales, todo era tan extraño, tan ajeno, no encajaba en ese sitio, no había nada que le dijera algo que él pudiera comprender, hasta que se encontró frente a la joyería. Por fin sus ojos se llenaron de luz, un extraño brillo se hizo en sus ojos. Sus manos poco a poco se llenaron de invisibles hormigas. Observó su rostro en la vitrina y las piedras brillantes parecieron llamarle con sus destellos. Fue todo muy rápido. Cuatro pasos hasta el interior de la joyería, sacar el gran cuchillo cocinero que robó en la pensión y a puñetazos destrozar cuanta vitrina se le cruzó por delante, agarrar del cuello a la pobre vendedora y con el cuchillo en su garganta esperar hasta que llegara la policía.

Mientras Henry salía del centro comercial escoltado por dos policías, caminaba desafiante, devolviendo una a una las duras miradas de los curiosos de siempre. Henry sonrío altivo al observar como cada una de aquellas personas bajaban la mirada al enfrentarse a sus ojos. Mañana todos sabrían su nombre.

“Hogar dulce hogar”, fue lo único que Henry dijo al subir a la patrulla mientras las luces iban tiñendo la noche de rojo.

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