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Ñam, Ñam



El sol se ha convertido en apenas un pálido manchon sobre los muros tiznados. El viento gélido golpea su rostro como la mordedura de un millón de hormigas invisibles. Mientras camina, va apretando las manos desnudas que se ocultan en sus bolsillos mendigos, apenas si puede sentir la punta de los dedos cuando revuelve las únicas monedas que le restan, hace la cuenta mentalmente sumando el valor de aquellos círculos acuñados en la piedad de los paseantes, confiaba en su tacto e identificaba cada moneda por el tamaño o bien por el repujado del borde. Sacudió la mano en el bolsillo haciendo tintinear su contenido, aquel sonido sin brillo dibujó a duras penas media sonrisa bajo la espesa barba. Apuró el paso cruzando el parque en dirección al café restaurante, mientras el crujir de las hojas debajo de sus pies se unían en coro a los gruñidos de su estomago.

El bronce saludo de las campanillas sobre la puerta entonó una breve bienvenida, y el beso calido del aire con aroma a café recién echo prometían devolverle el color a sus mejillas. Pidió una tasa de café sin hacer mucho caso a la desdeñosa mirada de la vieja camarera tras el mesón, el gesto altivo de la vieja le hizo sentir como si le tomara el pedido a una cucaracha, tal vez la exigua naturaleza del pedido le relegaba a un escalafón inferior en el ranking de clientes, de cualquier modo le pareció que aquella mujer era aun mas fría que las polares ráfagas que hacían cabriolar la hojarasca en la calle, si la mirada inicial le había parecido un mal comienzo, el gesto fatuo acentuado con un respingo de nariz que dio al observar el puñado de monedas sobre el mesón fue una bofetada certera a su orgullo. Ya servido el tazón humeante entre sus manos fue bebiendo el café a sorbitos, no por temor a quemarse, sino mas bien por que necesitaba prolongar cuanto fuera posible la estancia en aquel calido lugar, y así sortear por algunos minutos la fría mañana. Desde la ventana observó los árboles del parque mientras poco a poco el calor fue dejándose sentir en su cuerpo, y se preguntó adonde diablos se habrían largado sus amigos, “los invisibles” como se hacían llamar así mismos los mendigos del parque central, haciendo gala de un fino humor negro, uno a uno se fueron de un día para otro sin siquiera despedirse, se los comió la tierra… ¡malditos malagradecidos! –pensó– y fijó nuevamente los ojos sobre los árboles, aquellos árboles no eran mas que los esqueléticos retobos de un pasado verde y frondoso ya perdido en la memoria de otra vida, aquellos días en que el sol brillaba sobre su cabeza y el futuro le ofrecía mas que el pequeño fondo de un vaso, cuando aun no era parte de los invisibles.

El silencio en aquel café caía pesadamente sobre su espalda. La vacuidad de aquel lugar parecía multiplicarse y sostenerse infinitamente entre aquellas paredes pobremente adornadas, apenas unas cuantas malas reproducciones de Fuseli sobre los muros. Se quitó el pesado abrigo de lana gris y lo dejó descansar sobre un taburete vecino, se volvió luego hacia la vieja camarera que permanecía sentada en un rincón con los ojos fijos sobre la pequeña y limpia pizarra que informaba el menú de cada día
-¿Puedo coger el diario? – Le preguntó – y aguardo unos segundos la respuesta que jamás llego
- ni siquiera me miro, ¡vieja de mierda! No siempre fui lo que ahora soy – le gritó por dentro.

La camarera parecía absorta en un punto distante que él no podía ni quería descifrar, ¡bueno!, el que calla otorga – pensó - y cogió el ejemplar que reposaba en un extremo del mesón, leyó algunos titulares mientras una extraña sensación se paseaba por su nuca, dio un rápido vistazo a la ventana y un escalofrío le recorrió la espalda, el reflejo del rostro de aquella mujer yacía con los ojos fijos y encendidos sobre él, desdibujándose en una grotesca mueca desdentada que pretendía ser una sonrisa, giró violentamente sobre sí, solo para caer en el desconcierto al observar que la mujer seguía inmóvil, con la mirada perdida sobre la lustrosa pizarra del menú, se dio unas palmaditas sobre la mejilla y apuro las últimas gotas de café, cerró los ojos y su cuerpo se sumergió en un sopor aterciopelado, despacio, muy despacio, como sumergirse en una tina de agua caliente, todo giraba lentamente, los árboles, el café, y la sonrisa macabra de la camarera

A la hora de la cena los clientes abarrotaban las mesas del pequeño café restaurante, el rumor de las voces y las risotadas parecían complacer de sobremanera a la mujer que corría tras el mesón apurando las viandas humeantes. El bronce saludo de las campanillas sobre la puerta entonaron la breve bienvenida a un cliente habitual


- Buenas noches señora ¿Cuál es el menú para hoy?

El huesudo índice de la mujer se elevó hacia la pizarra en un rápido y firme gesto, sentenciando en aquel movimiento la única respuesta que se dejó leer apetitosamente con blanca y bella caligrafía -“Cena de hoy: “Goulash”


- ¡que bien, me encanta!, ¿y para mañana? -preguntó- frotandose las manos

La mujer se detuvo mientras limpiaba una pequeña gotita de sangre sobre el mesón, observando al tipo directo a los ojos, y con un peculiar brillo en la mirada contestó
- Mmm, no se, depende de lo que caiga, digamos que a la suerte de la olla, ya veremos – dijo mientras ocultaba tras la barra un pesado abrigo de lana gris-


Tras la primera cucharada el cliente sonreía complacido, ella… mucho, mucho más.

Me encanta.
Hace cuatro o cinco días, pensaba en una historia para escribir: alguien que también utilizase humanos como carne para echar al cocido... :)
La dejaré aparcada por ahí, de momento, hasta que consiga darle una forma distinta a ésta que tú cuentas y que me ha gustado tanto.
Un saludo

Joder!

Totalmente de acuerdo con Tesa, me encanta. De hecho me encanta todo lo que he leído de ti.

Un beso.

Este texto me recordó una de aquellas historias de Hiscot que alguna vez vi...de alguien que buscaba una receta, probó mil formas y no lograba encontrar el ingrediente clave...carne humana (claro, el no lo sabía).
Buenísimo tu escrito.

Un fortísimo abrazo.

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