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Desde el Rincón


Las agitadas manos de Carlos hacían un esfuerzo extraordinario intentando sostener la pequeña edición de bolsillo de los relatos clásicos de A. Poe, apenas si podía sentir los dedos al deslizar las paginas ante su perdida mirada, el frío era tal vez el castigo mas cruel e intenso al que haya estado sometido alguna vez en su vida. Laura lo observa desde una esquina, siempre agazapada y en silencio, hace varias semanas que el comportamiento de Laura es extraño, apenas si habla y escasamente duerme, tal vez teme sucumbir en brazos de la muerte dulce, el peligro de sufrir hipotermia era cada vez más real.

Carlos se acomoda contra el muro y siente como el frío traspasa las gruesas capas de tela impermeable de sus ropas, hasta morderle la espalda, abre y cierra las manos repetidamente intentando hacer circular la sangre en ellas, luego alcanza su pierna derecha y retira las vendas sobre las cual se adivinan grandes manchones oscuros, apenas visibles bajo la débil luz de la única lámpara de aceite sobre la mesa, sutilmente acaricia el entorno con su luz, como un faro solitario guiando a la muerte en medio de un océano de miedos. Carlos retira las vendas y deja al descubierto una gran herida sobre el muslo, el aire gélido le parece una caricia bendita sobre la piel ardiente y pulsante, presiona levemente sobre la herida y de inmediato un liquido espeso y un olor nauseabundo manan de ella, el grito de dolor de Carlos rebota sobre las paredes de aquella habitación atrapada en aquel nicho cubierto de nieve, aquel grito hace que Laura se tape los oídos y a su vez comienza a gritar histéricamente, haciendo sucumbir bajo el chillido cualquier otro sonido, taladrando los oídos que ya no recuerdan la dulce voz de Laura

-¡CALLATE!-le ordena Carlos-, Laura se tapa la boca con ambas manos, como suelen hacer los niños pequeños y se queda inmóvil observando alrededor con nerviosas evoluciones de sus ojos, como si estuviera buscando el origen de aquella voz que se repite una y otra vez en su cabeza, incesantemente. Luego se recoge una vez mas en la esquina del cuarto, pareciendo apagarse, como si se suspendiera en un letargo solapado, pero siniestramente vigilante. Carlos comprende que Laura hace rato ha partido, en aquellos momentos ella se encuentra en un reino distante y tal vez infinitamente mejor, envuelta en una realidad que él jamás podrá imaginar y se maldijo por eso, maldijo a Laura y su suerte.

En un comienzo aquel refugio en la montaña se había ofrecido como la respuesta a todas sus plegarias, apenas un pobre habitación con una chimenea y un camastro, una vieja lámpara de keroseno y la alacena provista de una generosa provisión de alimentos, que en aquellos momentos y tras las semanas contaba hoy con apenas un par de latas de carne. La tormenta de nieve llevaba ya mas de una semana y los caminos se adivinaban completamente sepultados bajo quien sabe cuantos metros de nieve, Carlos lo sabe desde que una mañana Laura abrió la puerta de la cabaña y la nieve se abalanzo sobre su cuerpo aplastándola como a un miserable insecto, los gritos aterrados de Laura volvieron a lastimarle los tímpanos en aquel recuerdo. Tal vez las patrullas de rescate se habrían lanzado a buscarles la primera semana sobre la ruta que habían informado en el puesto de guardia al partir en aquel día claro y fresco, nada podía presagiar aquel vuelco del clima, la naturaleza que ambos amaban y de la cual disfrutaban apenas tenían un par de días libres, se había tornado repentinamente en un enemigo implacablemente cruel.

Carlos aprieta nuevamente sobre la herida haciendo brotar un poco de sangre oscura y maloliente, apretando los dientes coge un poco de nieve y la pone sobre la herida que se aparece hinchada y ardiente, Siente la risa de Laura que lo escruta desde la oscuridad maloliente de su esquina, ella sonríe dantescamente con un brillo feroz en los ojos, con sus dedos tamborileando enfermizamente sobre los labios sin apartar la vista de la pierna de Carlos, ¡Cállate mierda!-le grita Carlos desde el camastro-, ¡Cállate!, y la ira le aprieta el pecho con cada nuevo grito, quisiera aplastarle la cabeza, borrar de un puñetazo aquella maldita sonrisa, aquella maldita expresión de animal al acecho, tal vez debió dejarla morir, debió dejar que se destrozara con la caída, cerró los ojos y recordó ese momento, como Laura iba cayendo por la pendiente tras la loca carrera en medio de la nevazón, en un desesperado intento por escapar de aquella montaña que se proponía dejarlos para siempre en su seno, fue en ese instante en que Laura lentamente iba entrando en los recovecos de su mente, hundiéndose, perdiéndose cada día mas. Recordó como su mano sostenía la delgada y fría mano de Laura agitándose en el vació, recordó como las lagrimas en su rostro brillaban mientras se repetían en sus oídos las suplicas pidiéndole que la dejara caer, y se maldijo por no haberlo echo, se maldijo por obligarse a si mismo a observar como Laura día a día caía un poco mas en la locura, hasta que ya no hubo mas que aquel triste guiñapo escondido en el rincón.

Laura reía despacito como una niña traviesa con las manos sobre el pecho mientras observaba como las lágrimas de Carlos se deslizaban sobre sus mejillas. El dolor punzante en la pierna disolvió aquella escena de su memoria, miró a Laura que seguía riéndose como una demente, y la odió con todas sus fuerzas, -¡Cállate!, ¡Cállate!, ¡maldita sea!, ¡Cállate! –gritó Carlos - Laura guardo silencio y fijó los ojos sobre él

-¡Debí dejarte ir!, ¡debí dejarte caer maldita sea!- le gritó con las lagrimas aun en los ojos.

El viento silbando tras los muros de madera se volvió el frío arrullo que lo invitaba a abandonarse mientras Laura se acercaba despacio sobre él, su expresión se había tornado pétrea, la habitual sonrisa se había tornado en apenas una delgada línea inexpresiva, Carlos cierra los ojos al escuchar el arrastrar de pies sobre el entablado cada vez mas y mas cerca, contiene el aliento al sentir la presión de las manos de Laura sobre su pecho, sintiendo el olor nauseabundo de su piel hasta que sus rostros quedan enfrentados. Carlos siente como la fría mano de Laura se pasea por su frente, mientras los agónicos reflejos bronces de la lámpara de keroseno van muriendo para siempre sobre la piel de Laura. Poco a poco, sus ojos comienzan a brillar con un fulgor voraz que parece suspenderlos y eternizarlos en el vacío de aquel cuarto que se sume ahora en la absoluta oscuridad.

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