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Laudate Dominum


A ratos el rumor de voces semeja el toque de las gotas de lluvia sobre el tejado, va llenando el espacio y esparciéndose como un creciente caudal, hasta que cuerdas y bronces despiertan estallando en aparente desorden y que poco a poco se vuelve sinfonía. Aquellas primeras notas ordenan el primer gran silencio en un teatro que paulatinamente se va repletando.

Acomodados en aquel palco no supe que decirle, solo me dedique a observarla un momento como si no la hubiera visto jamás, como si aquella fuera la primera vez. Las doradas luces otorgaban a su rostro un lustre calido y sereno, no pude evitar reír bajito al constatar su expresión de cuidada solemnidad. Volteo hacia mi y volvió a mirarme con el ceño fruncido, reprendiéndome como solía hacerlo años atrás, cuando apenas yo era un niño. No hacia falta que dijera nada, solo me perforaba con sus ojos grises, una sola mirada y ya, eso era todo, su pequeño gesto ordenaba silencio. Contenida mi risa ella volvió a su postura señorial, y ajena a distracciones se mantuvo con los ojos fijos en el grueso telón bermellón que caía de los cielos cual cascada de terciopelo hasta el borde del escenario. Me conmovió su fragilidad, sus ojillos brillantes, expectantes como los de una niña que entra al circo por primera vez. Siempre el mismo palco, nuestro viejo y acostumbrado sitio del teatro, aquella vez irónicamente pareció como si fuese la primera vez.

Las luces poco a poco fueron cediendo y el teatro se fue sumergiendo en una noche de artificio. Aquellas paredes tan viejas como las huellas que ha cincelado el paso de los años en la frente de mi abuela, de pronto parecieron cobrar un brillo novel. El eco de la batuta repiqueteando como un escondido carpintero cortaba en dos el aire y el mutismo, haciendo atentos lo oídos, desencadenando tras la pausa del aliento contenido, las primeras notas que lenta y profundamente inundaron los oídos y el espíritu a medida que se levantaba el telón. En un momento aquella voz me hizo estremecer, remontándome a los días de infancia, haciéndome caminar otra vez por los pasillos en aquella primera visita, ese espacio nuevo llamado teatro que descubrí de la mano de la abuela, aquella tarde en que entendí que dios tiene voz, que no habla en las iglesias y que se escucha fuerte sobre el escenario de un teatro, al ritmo de cuerdas y bronces, de notas etéreas y dulces, de tormentas y silencios.

Nada mas cerrar los ojos y dejarse llevar, cada nota es como sumergirse en agua tibia y en ocasiones estrellarse contra la roca en pleno temporal, deambular desde el alba mas clara hasta el más sublime de los ocasos, vivir y morir en un puñado de notas.

La imagen viva de aquella vieja mujer que de niño me enseño el valor de la música aún esta fresca en mi memoria. Cada vez que aquellas notas vuelven a llenar mis oídos puedo verla, ahí junto a mi, en aquella butaca con sus manos sobre el regazo, el pecho batiéndose con cada nota, se me hace difícil describir lo que sentí al verla con los ojos llenos de lagrimas, pues se bien que en absoluto se trataba de tristeza. Aquella noche en aquel palco comprendí que simplemente hay sensaciones que no pueden describirse.

Salimos del teatro en silencio y no hablamos nada hasta llegar a casa, tal vez no era necesario, las palabras a veces simplemente sobran, solo me tomo de la mano y la apretó tan fuerte como pudo mientras las luces de la ciudad dibujaban estelas brillantes sobre las ventanas del taxi.

A la mañana siguiente encontramos a la abuela en su cuarto. Sobre su cama las fotografías amarillentas semejaban las hojas de un otoño fresco. En aquellas fotografías ella aparecía sobre el escenario del teatro, siendo otrora su voz la que cortaba el aliento de los que absortos y atentos le seguían llenándose los oídos con su canto, en un tiempo anterior a mi propia memoria. Recuerdo su rostro aun sereno mientras yacía sumida en un sueño eterno. Recuerdo que la pena me mordió brevemente, solo un momento, solo hasta que la imaginé sumergiéndose para siempre en la eternidad al fragor de los aplausos.

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