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El Cartero


Cada cierto tiempo era lo mismo. Al final del verano los zapatos irremediablemente agujereados y por consiguiente el inevitable y desagradable peregrinar de zapatería en zapatería. Era curiosa su aversión a este tipo de tienda, aunque no gastara ni un solo peso no gustaba de acudir a buscar un nuevo par de zapatos. Inútilmente recorría cuadras y cuadras revisando vitrinas y modelos que sabía de antemano no se llevaría consigo. El exiguo importe impreso en el vale de canje que le emitía la oficina de correos para la que trabajaba le alcanzaba justo para el mismo modelo feo y vetusto, de muy buen material eso si, enteramente de cuero, pero feos de veras, un verdadero par de tanques negros con fieros cordones, duros como alambres.

A eso de las dos de la tarde y luego de pasearse varias veces frente a las vitrinas, se decidió a terminar con el tramite, la verdad nunca lo admitía pero ese peregrinar inútil por la calle de las zapaterías no obedecía nada mas que a dilatar el momento en que tuviera que despedirse de sus viejos amigos, otrora otro par de tanques que le mordían los talones, pero a fuerza de las extensas caminatas, había terminado por doblegar, cual jinete a una potro salvaje.

Los servicios de un buen zapatero remendón, hubiesen puesto fin a ese entupido tramite pero simplemente aquello estaba descartado, los zapatos usados por un cartero jamás debían remendarse, cual bandera no debe ser lavada pues debe ser quemada con la tierra de su patria, sus zapatos debían irse al tacho de la basura con la memoria de sus pasos intacta. Cuantos pasos, tal vez miles, cientos de kilómetros tal vez, como saberlo, para que contarlos en verdad no tendría ningún caso.

Cada cierto tiempo era lo mismo, ya lo había dicho, entrar a la zapatería y sentir el aroma duro del cuero curtido, saludar al vendedor casi siempre un tipo diferente, nada raro, quien hay que venda zapatos toda la vida, ya casi nadie. Pocos viejos como el se perpetúan aun en su labor, en cambio ahora solo niños de tez lampiña que van de paso entre los estudios y el trabajo. Un “buenas tardes”, cansado y dame un treinta y cuatro en negro con cordones, el vale arrugado pendiendo de la punta de los dedos y no soltarlo hasta que los zapatos malditos están en la mano, “no quiere probarlos”, - pregunta aliviado el muchacho-, para que de que sirve si al final terminaran indudablemente sometidos bajo los pasos – piensa Adrián sin contestarle -, Hasta luego Señor vuelva pronto – despide el muchacho-, para que contestarte si al cabo del próximo verano no estarás más a los pies de viejos hediondos y cansados, para que -, hasta luego dice Adrián sin volverse, da lo mismo si le escucha o no.


Malditos Zapatos – refunfuña Adrián -, Hace mas de una semana que los vengo amansando pero nada, no se entregan, no se rinden, ¡Malditos Zapatos! Y mas encima brillan nuevecitos todavía los muy desgraciados, mejor me voy a repartir y luego a almorzar-. una rápida mirada al fondo de su morral da cuenta de apenas cinco cartas, tres de las cuales son cobranzas, que inútil reparto, - piensa-, llevar cobranzas es como lanzar piedras a las ventanas, nadie las quiere recibir, pero en fin, trabajo es trabajo y es lo que le toca. Hace mas de cincuenta años que reparte en la misma cuadra, Adrián ha sido testigo de nacimientos, matrimonios, cumpleaños, graduaciones y hasta funerales. Irremediablemente con los años no solo el barrio ha ido cambiando, también su gente, los antiguos vecinos sus viejos amigos borrados por el tiempo de un plumazo y de improviso. El primero en irse fue don Ernesto, un grueso hombretón oriundo del norte, con cara y manos de minero, cada quince días esperaba sentado frente a su puerta el paso de Adrián con noticias de su hijo, - si traes malas noticias te devuelves al tiro viejo gruñón – decía con fingida seriedad al ver a Adrián detenerse frente a su casa, luego el sobre celeste saliendo del morral le hacia brillar los ojos, una cerveza y seguir camino, dejando a don Ernesto con los mocos a medio sostener de la emoción mientras recorría las líneas de su hijo. A mitad de cuadra siempre estaba la Señora Patricia viuda de Carreño, pobre Carreño caerse así del tren, pura mala suerte un hombre como él tan dedicado a su trabajo, siempre metido entre los fierros de las locomotoras, caerse así tan tontamente. La Señora Patricia siempre guarda una sonrisa bonachona tras la puerta, es como un aire fresco en la tarde, después de eso no importa haber caminado toda la tarde durante horas, tal vez esa sonrisa es lo lejos lo mas gratificante de la jornada, Buenas tardes Señora patricia aquí esta su cartita – Dice Adrián con tono galante quitándose la gorra azul – buenas tardes don Adrián –contesta la viuda con vos suave y atenta, luego el tira y afloja, el pequeño juego de siempre, con la palma ruda y áspera de viejo galán tocar despacio la mano blanca y pequeñita de la viuda al rechazar las monedas que intenta darle hace casi más de una década y que siempre terminan de vuelta en su monedero no sin antes el mismo ritual, las mismas palabras aprendidas de memoria como en un viejo libreto en sepia , - “como le voy a cobrar, para usted el servicio es una atención, yo debería pagarle a usted por cada vez que me sonríe señora Patricia”, - después los ojos al piso y el rubor de lo que parece es una tierna vergüenza en las mejillas de la Señora Patricia, que mas se puede decir que un sincero “Gracias don Adrián”, nos vemos la próxima semana, siete días más y otra carta de su hermana como cada semana hace más de quince años.

¡Malditos Zapatos!, ya pasan de las cuatro y los dedos parecen reventar. El almuerzo donde Pepe hoy fue frugal, un sopa de mariscos y un par de hojas de lechuga con medio tomate triste y casi tan arrugado como el mismo Adrián. Luego la tarde, la plaza y el aroma fresco de los aromos, la sombra placida de del ocaso hecha Domingo cada tarde cualquier día de la semana. Luego la noche y el camastro, el maté cebado de memoria y enfrentarse a las líneas delgadas de las esquela, primero letra a carbón y luego tras las horas vendrá la pulcra tinta, al final releer y mas tarde suspirar cada vez que en las primeras líneas sobre el papel leyera Patricia, “mi querida Patricia, espero estés bien esta semana”, por aquí todo como de costumbre

Hace ya tres semanas que la Señora Patricia la viuda de Carreño se pasa horas frente a su puerta mirando la esquina de Sotomayor y poniente, la esquina por donde acostumbra venir Don Adrián el cartero. En vano se pasa la tarde entera esperando, tres semanas sumida en la soledad triste del olvido, por vez primera la viuda de Carreño siente el peso de la ausencia. A poco más de media cuadra don Ernesto la mira desde lejos con una expresión vacía, a el tampoco le llegan sus cartas – pensó doña Patricia - pobre don Ernesto.

Don Ernesto lo supo de primero y aun sin creerlo fue retornando a su hogar pasando paso tras paso de la rabia a la pena y al sosiego, Adrián pobre viejo, de todos los que se han ido tu fuiste el primero. – se dijo -. A Ernesto aun le costaba creer las palabras del supervisor de correos, ni se le ha borrado de la memoria la expresión indiferente del supervisor de correos cuando le relató que Adrián el cartero hacia mas de diez años que se había jubilado, y que aun así pasaba todas las mañanas a la oficina de correos a revisar las hojas de ruta, de vez en cuando daba consejos a los chicos mas nuevos y como estos conmovidos por la insistencia bonachona y triste del viejo, le daban algunos folletos publicitarios para repartir, nada importante, solo para que se entretenga el tata, decían. Pasaba puntual cada mañana recogía los folletos y se marchaba maldiciendo sus zapatos viejos, los mismos que pretendía cambiar de vez en cuando por un par nuevo en las zapaterías del centro, los vendedores ya no lo corrían era peor siempre volvía, dejaban que se metiera unos minutos se sentaba y se miraba los pies, luego le pasaba un folleto al vendedor y se largaba murmurando, la gente le tenia aprecio creo yo, o tal vez pena, que se yo, no era un mal viejo solo algo perdido. Correos se hizo cargo de los gastos del entierro, algo modesto, pero en honor a su apego por la institución. Ahora don Ernesto en nombre de la institución debemos reiterar las disculpas por los centenares de cartas que este hombre escribió a usted y su vecina suplantando la identidad de sus seres queridos, lamentable suceso, claro como podía usted suponerlo si era el mismo Adrián quien retiraba sus cartas en respuesta, las mismas claro esta jamás llegaron a manos de correos.

Luego la tarde y la brisa fresca de un domingo paseándose cualquier día de la semana, como esta tarde de ojos encendidos mientras Don Ernesto siga deslizando esta vez las cartas bajo la puerta. Las mismas que jamás llegaron a manos de correos, -repitió bajito Don Ernesto sonriendo en su escritorio mientras termina de pasar a tinta la pulcra caligrafía, de lo que llenara los ojos de la viuda la aproxima semana; “mi querida Patricia, espero estés bien esta semana”, por aquí todo como de costumbre.

Las cartas escritas de puño y letra y en papel tienen un encanto especial.
y la espera de la respuesta... desasosegante a veces.
Cuando yo era una niña de 12 o 13 años, intercambié cartas, durante las vacaciones de verano con una querida amiga. Ella era esa amiguita, niña, con quien jugaba y compartía todas las confidencias.
Me enviaba sus cartas en papel de color rosa palo, con una pequeña florecita en una esquina superior. Del mismo color los sobres, reforzados en su interior con un papel de seda granate. Precioso. Sus palabras también lo eran, tanto como pueden ser las palabras de una niña amiga a quien una convierte en su otra mitad.
Yo esperaba ansiosa sus cartas, sus novedades desde la playa, que respondía en papel simplemente blanco. Cristina es su nombre, hace muchos años que hemos perdido el contacto.
Un saludo, Liar.

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